La Unión Europea mira
con envidia a EE.UU. Washington tiene un dólar fuerte (comparado con el euro),
no hay tentaciones separatistas, y el gobierno federal mantiene su autoridad en
los cincuenta estados de la Unión. Hay crisis en EE.UU., pero menor: el
desempleo está por debajo del nueve por ciento y, aunque débilmente, el país
crece.
El objetivo subyacente en la Unión Europea, aun cuando no se decía a las
claras, era crear un gran Estado federal compuesto por la treintena de países
que coinciden en el viejo continente.
¿Qué es Europa? La pregunta se la hicieron cuando se discutía la absorción
de los países provenientes del desaparecido mundillo comunista. Para
responderla, en 1993 se establecieron los “Criterios de Copenhague”: podían formar parte de la Unión
Europea las sociedades que creyeran en las libertades democráticas y en el
respeto por los Derechos Humanos, en el mercado y en la existencia de propiedad
privada como modo de organizar la economía, y que estuvieran dispuestas a
cumplir sus obligaciones con la institución.
La Unión Europea no era una cuestión religiosa ni cultural. Se trataba de
una organización supranacional fundada en creencias jurídicas, a la que se
podía concurrir vestido de cualquier manera, con cualquier color de piel,
hablando cualquier lengua y rezando o no rezando a cualquier dios.
En principio, parecía un hermoso y aceptante proyecto que le ponía fin a
los fanatismos y sectarismos que durante milenios ensangrentaron al Viejo
Mundo. Pero se cometió un error: los padres de la gran patria trataron de
unificar y homogeneizar a todos los retazos del gran rompecabezas. Como el
modelo ideal era EE.UU., la nación más exitosa de la historia contemporánea, y
ésta era bastante uniforme, prevaleció la ingenua tendencia de tratar de
imitarla.
Así surgieron los fondos de cohesión.
¿Qué era eso? Eran transferencias sustanciales de los países más ricos de la
Unión Europea hacia los más pobres. No se discutía por qué, en general, el
norte de Europa, con Alemania, Holanda y los países escandinavos, eran más
productivos que el sur vecino del Mediterráneo —fundamentalmente Portugal,
España y Grecia—, sino la evidente diferencia de renta per cápita entre los
ciudadanos de ambas regiones.
Prevalecía, pues, un espíritu redistributivo e igualitarista. Esa parecía
ser la actitud justa. Aunque las sociedades no trabajaran del mismo modo y
tuvieran, por lo tanto, tejidos empresariales diferentes; aunque no condujeran
los asuntos públicos con el mismo grado de honradez y eficiencia, se suponía
que la responsabilidad de los más poderosos era conseguir que la calidad de
vida en todo el espacio europeo tuviera un perfil uniforme.
De alguna manera, esa demanda es la que hoy está destruyendo a Europa. ¿Por
qué? Porque los ciudadanos de los países más ricos están dispuestos a castigar
en las urnas a los políticos que continúen transfiriendo recursos a las
naciones que hoy están en crisis. Se sienten engañados y estafados.
La señora Merkel no es una despiadada gobernante alemana que se niega a
darles una mano a los griegos o a los españoles. Es un funcionario electo que
tiene que tener en cuenta la opinión mayoritaria de sus conciudadanos y estos
están hartos de los comportamientos irresponsables de unos gobiernos que
gastaban mucho más de lo que recaudaban, y de unos sistemas financieros
privados que, en defensa de sus propios intereses, tomaron decisiones
equivocadas que los han llevado a la ruina.
El error no ha estado en aceptar dentro de la Unión Europea a países muy
distintos, sino en intentar igualar los resultados. El error ha estado en
tratar de dotar de una moneda común a sociedades que producen, consumen y
administran de formas diferentes.
EE.UU. es una entidad muy distinta a la Unión Europea y era una ingenuidad
tratar de copiar ese modelo. Aquellas trece colonias originales desovadas por
Inglaterra al otro lado del Atlántico, pese a sus diferencias, compartían el
ADN esencial británico y habían hecho causa común con Londres hasta poco antes
de la guerra de independencia de 1776. Esa experiencia no era transferible a
Europa.
Para salvar el proyecto de la Unión Europea, enormemente valioso en mil
aspectos, hay que olvidarse de las fantasías federales unitarias. El único
destino posible es el de una confederación muy laxa de Estados desiguales en el
que conviven sociedades distintas que obtienen resultados diferentes. Cada
transferencia que se hace desde la Europa próspera a la Europa en crisis no
contribuye a salvar el proyecto común, sino a hundirlo. Esa es la paradoja.
Autor: Carlos Alberto Montaner que es un periodista cubano que recide en Madrid.
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